Una investigadora alemana trabaja en el Instituto Bernard Nocht de Medicina Tropical, en Hamburgo. Manipula muestras con virus ébola activo para inyectárselas a animales de experimentación y, por ello, está protegida con una escafandra de nivel 4 de bioseguridad, que impide que ninguna parte de su cuerpo ni tan siquiera el aire que respira entre en contacto con el resto del laboratorio. Pero entonces, una de las agujas con que trabaja atraviesa la goma de su guante y se clava en su piel. En un instante, puede haberse inyectado millones de partículas virales capaces de multiplicarse y atacar sus capilares, sus sistema inmune y su hígado. Saltan todas las alarmas y un equipo internacional decide inyectarle con urgencia una vacuna experimental. La doctora sufre una ligera subida de fiebre horas después, pero finalmente se salva, quizás gracias a la vacuna, o quizás porque tuvo suerte y no se inyectó suficiente cantidad de virus. En 2004 un científico ruso no tuvo tanta suerte.
En la fecha en que esta investigadora tuvo aquel accidente, se cumplían alrededor de 30 años de investigación en el temible virus ébola, un microorganismo muy letal pero que apenas había causado 2.000 infecciones, gracias a su escasa capacidad de contagio. ¿Por qué se estaba investigando entonces, a costa de la inversión de millones y millones de dólares y en las condiciones más estrictas de seguridad?
El motivo fundamental es que se le consideraba como uno de los microorganismos más peligrosos para el ser humano, y que además podía ser usado como arma biológica en una acción de bioterrorismo.
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